La semana pasada publicábamos
los cinco primeros indicadores enunciados por Juana Hernández (si quieres saber
más sobre ella y sobre la publicación anterior pincha AQUÍ). Hoy vamos a
completar esta publicación, con los cinco indicadores restantes que
completarían el decálogo de claves.
6. La cultura inclusiva trata
de llevar determinados valores y principios éticos a la práctica en la vida de
las aulas y de los centros escolares. Valores como la aceptación, el respeto,
la responsabilidad, la equidad, la igualdad… Según la autora, que cita a Tony
Booth (2006), estos mismos valores son los que al mismo tiempo nos impulsan y
nos reconfortan cuando el camino de la inclusión se hace más empinado de lo
previsto.
Para Hernández, los centros
educativos que quieren mejorar su grado de inclusión, cada vez son más
conscientes de la necesidad de convertir las aulas en contextos acogedores en
los que no haya miedo a exponerse o a equivocarse, en los que se pide y se
presta ayuda, se expresan dudas y malentendidos y se fomenta el conocimiento y
el entendimiento mutuo, el sentimiento de pertenencia y cooperación de forma
que el alumnado pueda hablar sinceramente sobre lo que le ocurre con “el otro”
para, con la ayuda de los demás, entre “nosotros”, encontrar soluciones
compartidas a los conflictos que lógicamente aparecen como el resultado de la
interacción intensa y extensa entre alumnos y alumnas diferentes, permitiendo
ver las dificultades del compañero o compañera como algo que nos incumbe a
todas las personas.
Hernández recomienda la guía
Reine (FEAPS, 2009), una invitación a la reflexión crítica sobre la ética y su
práctica en el ámbito educativo, bajo la idea central de la “escuela
inclusiva”.
7. La disponibilidad de
personal de “apoyo especializado” cualificado con experiencia compartida en
equipo y conozca en profundidad los procedimientos educativos más apropiados
para favorecer el proceso de enseñanza-aprendizaje, la manera de estructurar
los entornos y la necesidad del empleo de diversos materiales educativos
variados y atractivos a las necesidades de las personas con autismo. La
formación de estos apoyos cualificados debe plantearse como una formación
continua.
Para la autora el apoyo
especializado juega un papel fundamental, pero no excluyente ni exclusivo. Debe
formar parte del claustro como un profesor o profesora más. El apoyo compartirá
con el tutor o tutora que es el referente básico y con el resto del equipo
docente la tarea de hacer efectiva la inclusión del alumnado.
8. El establecimiento en los
centros escolares de amplias y sólidas redes de colaboración, apoyo y ayuda a
múltiples niveles y abiertas a la participación de todos (profesorado,
alumnado, familias y comunidad) mediante la cooperación del profesorado, con
los servicios especializados que proporcionen asesoramiento en temas puntuales,
coordinación con los servicios de apoyo extraescolar, recursos comunitarios,
sanitarios etc.
Una reflexión muy interesante
por parte de Hernández es la de que las tareas propias de la educación inclusiva
del alumnado con autismo pueden, por su naturaleza, desbordar a cualquier
profesor o profesora que se encuentre solo e, incluso, pueden dar lugar a
relaciones contrarias, de rechazo al cambio y de persistencia en los parámetros
y prácticas habituales. Frecuentemente los y las profesionales actúan
atomizados, desglosando áreas de competencia diferenciada y sin coordinación.
Sin embargo, estas mismas cuestiones abordadas en compañía y coordinación y con
el apoyo de otros compañeros y compañeras, pueden mejorar notablemente la
competencia o capacidad para resolver problemas y también la seguridad
emocional y bienestar de los y las docentes, además de un beneficio para el
alumnado y sus familias.
La responsabilidad compartida es
un factor esencial para la inclusión y para la construcción de una educación de
calidad y una vida de calidad para el alumnado. Esto requiere tiempos y
espacios de coordinación y que de alguna manera una persona se convierta en la
persona que coordina la atención del niño o niña, encargándose de asegurar una
intervención unificada y coherente. Esta persona trabaja directamente con la
familia. Todos los miembros del grupo de trabajo en red siguen las mismas
estrategias, pero cada uno de la al alumno/alumna la oportunidad de adquirir
conocimientos y destrezas de varias maneras y en distintos lugares.
9. Fomentar la colaboración
mutua familia-profesionales (en vez de establecer situaciones de poder o
jerárquicas profesionales-familias) que implican transformaciones importantes
en la forma de actuar y en el rol de los y las profesionales.
Las alianzas efectivas entre
familias y profesionales desempeñan un importante papel en la mejora de la
calidad de vida familiar –de hecho la actitud del profesorado es clave–.
Hernández cita a Turnbull (2003) que indica que las reacciones negativas de
otras personas con frecuencia ocasionan la mayor fuente de estrés para las
familias y no la propia discapacidad. Cuando las familias sienten que no tienen
el respeto y la empatía del profesorado y de otros profesionales, puede ser muy
estresante.
La autora recomienda
transformar el papel que se le viene asignando tradicionalmente a la familia,
implicándola de forma activa en todos los procesos de aspectos del proceso de
evaluación e intervención para asegurar que los resultados, metas y estrategias
más importantes para la familia se incorporan en la actividad. La participación
de la familia, por tanto, se considera por parte de Hernández tanto un medio
como un fin.
Como no se pretende meramente
“implicar a la familia” sino apoyar a la
familia para mejorar su calidad de vida, los programas de los centros
educativos dirigidos a las familias deben transformar las acciones puntuales de
información (recursos, ayudas…), orientación (sobre la educación del niño
o niña, la adquisición de destrezas) y formación
(escuela de familias) en Planes Centrados en la Familia, centrados en las
necesidades, deseos y expectativas de cada familia para ofrecer apoyos
integrales y de forma permanente.
10. La evaluación de las prácticas inclusivas. Existe una necesidad de
evaluar periódicamente los resultados de la intervención educativa no solamente
en los aprendizajes sino también en la vida del alumno o alumna (acceso a la
comunidad e inclusión social, sistemas de comunicación efectivos, percepción
personal de bienestar y felicidad, elecciones significativas, interacciones
personales satisfactorias, participación activa en el contexto, valoración
social, cumplimiento de derechos…). Los resultados de la intervención, para la
autora, tienen que tener un impacto inmediato en la vida cotidiana y provocar
cambios inmediatos en la calidad de vida. En este sentido hay que desarrollar
sistemas de evaluación de resultados que se orienten hacia medidas de
resultados significativos y para ello Hernández cita instrumentos para la
evaluación de la calidad de vida del alumnado adolescente como el de Gómez Vela
y Verdugo (2009).
Para finalizar esta reflexión,
la autora indica que existe un evidente denominador común de los centros con
una orientación más inclusiva y que aplican todos estos indicadores es que
dedican gran atención y esfuerzo a la tarea de revisar de forma crítica su
cultura escolar, sus planes de acción y sus prácticas cotidianas buscando
aquellas “barreras” (programación, adaptación del entorno, tipo y cantidad de
interacción, actitudes del profesorado y alumnado…) que limitan las
posibilidades de que parte del alumnado puedan aprender y participar en
igualdad de condiciones con sus compañeros y compañeras. En esta evaluación
crítica deben participar y sentirse protagonista todos los miembros de la
comunidad educativa.
Para Hernández, la inclusión
debe verse como un proceso de reestructuración escolar relativo a la puesta en
marcha de planes de mejora, con acciones concretas y prácticas, que nos
conduzcan a mayores logros y satisfacción en relación con la concreción de los
valores inclusivos que acerquen a los centros al objetivo de promover la
presencia, participación y rendimiento de todo el alumnado. Procesos de mejora
que demuestren el compromiso de la comunidad educativa no solamente con la
inclusión sino con hechos y acciones para la inclusión, cada centro en la
medida de sus posibilidades, generando así centros en movimiento, en el camino,
que paso a paso, día a día avanzan para perseguir la escuela inclusiva.
Hasta aquí la publicación sobre
las claves de Juana Hernández para la escuela inclusiva. Espero que sirvan para
movernos a la reflexión y a aportar nuestro granito de arena para alcanzarla.


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